La más bella palabra en
labios de una persona hacia el ser amado o el más sublime de los escritos donde
figura la palabra Madre es algo que no se puede comparar con ninguna de las
emociones que existe en el mundo. Aquí publico dos textos a modo de reflexión y dedicatoria que escriben dos autores nacionales de reconocida trayectoria dedicados al ser que les dio la vida.
_Una madre podrá tener
muchos hijos, pero un hijo solo puede tener una madre.
_ Si tienes a tu madre cerca de ti cuídala y dale todo tu amor, se lo merece.
CUENTO LAS
ESTRELLAS CON LOS OJOS CERRADOS
Esta tarde me han llamado del
Perú, y lo que me han dicho significa que el mundo se ha terminado. Resulta
curioso, por eso, escribir esta carta que no tendrá letras de imprenta ni papel
periódico, tampoco remitente ni menos destinatario, porque ustedes y yo, amigos
lectores, ya no estaremos mañana sobre el mundo, o tal vez nos habremos quedado
dormidos para despertar de aquí a diez mil años.
Aun en el caso de que ustedes no
estén muertos ni el mundo se haya terminado, habrá ahora de todas formas un
adiós en mi vida, y será el más grande. “Mamá está muy malita, parece que se le
cansó la vida, y el médico piensa que ya no hay esperanzas…” –me comunica mi
hermana María del Pilar, y agrega que el sacerdote ha llegado y se ha ido, y se
olvida de contarme que un ángel se ha quedado cuidando de doña Mercedes, y
quizás la está peinando ahora mientras la torna joven y ligerita para que pueda
acompañarlo más tarde por esos andares del cielo.
Y por eso mi adiós es tan grande
y numeroso. Adiós tendré que decir a oriente y a occidente, y adiós al norte y
al sur, porque ella era mi norte y sur, y también mi oriente y occidente. Adiós
le digo a mi sombra porque ella me la obsequió. Y mi adiós comprende al caballo
alado que dibujó para mí, a los barcos y a los aviones de papel, a la Luna
silenciosa, al Sol paternal, al mar transparente y a los cerros soñados de mi
tierra, porque a todos ellos los inventó para mí, y adiós por fin a las
piedras, a las gaviotas, al pan, a las nubes y al vino, porque todo vino se va
con ella. Adiós al adiós, y adiós.
Aquí entre nosotros, de todas
formas, creo que dos de sus invenciones van a sobrevivir en esta hora de los
adioses. La primera es la palabra escrita, y voy a explicarles por qué. Cuando
yo tenía cinco años de edad, una maestra, aburrida de lidiar con un niño
sumamente distraído, le dijo a mi madre: “Doña Mercedes: creo que Eduardito no
llegará a leer ni escribir. En todo caso, no me parece que pase de la letra
“d”. Pero no se preocupe; ya ve cómo el general Odría ha llegado incluso a ser
presidente del país”.
Mamá sonrió, agradeció y me sacó
del jardín de la infancia, pero ese mismo día en la casa, todas las cosas
tenían pegado un cartelito con su nombre, y así supe que la mesa se escribe
como se escribe, que la silla tiene cuatro patas pero no camina, y que el tordo
vuela, y mi mamá es hija de mi abuela, que la casa se sostiene sobre dos
sílabas y la bicicleta sobre dos ruedas, que los barcos navegan en un cielo
morado y que el mundo es redondo, tan redondo como la vida, y así aprendí también
el color de los colores y la duración de los años, las estrellas, los toros y
los peces, y hoja por hoja, aprendí a conocer el árbol de la vida.
No sé si alguna vez doña Mercedes
se subió a la Luna para ponerle un cartel escrito, pero a los dos meses
Eduardito sabía leer, y ya había decidido pasarse toda la vida aprendiendo a
escribir. Creo que fue una conspiración en la que todos tomaron parte; mamá se
convirtió en mi diccionario parlante; mi padre me obsequió una pluma fuente y
un corazón sin límites, y mi abuelo materno compartió conmigo, a mis ocho años,
la lectura de Dante Alighieri y de Gustave Flaubert, en sus originales italiano
y francés, porque suscribía la teoría de que los niños nacen con el
conocimiento de todos los idiomas, y hay que leer con ellos para evitar que se
les pierdan las palabras.
El otro regalo de mi madre fue
mucho más sencillo, pero más poderoso: me tomó de la mano derecha y me enseñó a
persignarme y a hablar de tú a tú con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; y
ese obsequio me ha tornado indestructible porque me hizo saber que no termino
en mí mismo.
La palabra escrita me demuestra
cada día que somos inmortales y me hace conocer los nombres numerosos del amor.
El signo de la cruz me ha hecho hermano de todos los hombres y partidario de
todas las ideas y ocupaciones generosas que he encontrado en la vida, y así
podré ser simultáneamente cristiano y socialista, realista y mago, abogado y
astrónomo, periodista y profesor, y por fin autor de libros y buscador
empecinado de la palabra perdida.
Por obra y gracia de estos dos
regalos de mi madre, todo volverá a amanecer mañana después de este fin del
mundo, y si esta noche miro fijamente hacia los cielos del sur, y cierro los
ojos, podré ver el punto de la galaxia en donde vuela ahora la estrella de mi
madre con todo ese brillo que vence a la oscuridad sin fin y que llega a mí
desde atrás de las lágrimas.
Eduardo Gonzáles
Viaña (1941) poeta peruano, Chepén, Perú
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(Reflexión)
¡Qué grande y asombrosa fue mi madre! Asombrosa por su manera de amar a sus
hijos, como solamente las gaviotas aman al mar. Por perdonarnos cuantas veces
le hacíamos llorar lágrimas de sangre. Asombrosa por defendernos como una leona
de la envidia y la avaricia. Por convertir los pedregales en campos de
tubérculos para que el pan no faltara en nuestra mesa. Pero fue más asombrosa
aún porque no sabiendo leer ni escribir fue luz en nuestro camino, y luchó a la
par con mi padre para que no solamente aprendiéramos lo que ella no sabía, sino
para que fuéramos personas ilustradas.
Sí, la verdad es ésta: mi madre
sólo conoció algunas letras del abecedario, aunque estoy seguro que le hubiera
gustado leer la biblia o escribir un poema, pero lo que sucede es que ella
nació en una época en que la escuela no debía estar en los sueños de las
mujeres del campo.
Para el mundo, mi madre fue una iletrada, alguien que vivió en las tinieblas. Y
el mundo está en lo cierto si nos ceñimos a lo que significa no saber leer ni
escribir. Pero si nos olvidamos del diccionario y medimos a las personas por la
enormidad de su corazón y lo asombroso de sus acciones y cualidades ¿en qué
situación queda mi madre? ¿Acaso las madres necesitan saber leer y escribir
para ser mejores que sus hijos? Ellas lo son desde el momento en que comenzamos
a habitar su vientre, y ya por siempre lo serán, y jamás se envanecerán de ello
como lo hacemos, a veces nosotros, los que no queremos entender que nunca se es
mejor o más grande que cuando se es humilde.
¡Quién mejor que mi madre para
darnos lecciones, cada segundo de su vida, sobre cómo amar al prójimo como a
nosotros mismos! ¡Sobre cómo perdonar a nuestros ofensores! ¡Quién mejor que
ella para enseñarnos los misterios del mar y los secretos del campo y los
sembríos! ¡Para mostrarnos las armas precisas para salir adelante! ¡Quién como
ella para señalarnos el mejor de los caminos: la educación! ¡Quién mejor que mi
madre para poner la calma donde había tormenta.”Pero hijo, cálmate y
escúchame…” me decía durante mis largas charlas con ella. Y yo la escuchaba
nomás, a veces maravillado, y entre mí me decía cuánta luz hay en tus palabras,
madre, y qué ignorante soy en muchas cosas de la vida.
Ay mísero de mí que creo haber
aprendido casi todo. Sin embargo, a cada instante tropiezo con la misma piedra,
y a veces confundo los caminos. Ay mísero de mí que he leído tratados de
psicología y sin embargo no puedo llegar a lo más recóndito del alma de los
seres humanos, como tampoco puedo calmar a la ira o a la angustia como lo hacía
mi madre, con tan solo pronunciar una palabra o dar una mirada.
Mi madre fue dulzura, fortaleza,
paciencia, paz, sacrificio, sudor, lágrimas, perdón, entrega y bendición. Pero
sobre todo fue amor, bondad y luz, mucha luz, ese prodigioso lamparín a
kerosene que, en un primer momento, alumbró nuestra casa de quincha, nuestra infancia.
Ese prodigioso lamparín a kerosene que, bajo otras formas, estuvo en nuestra
juventud, y lo estará hasta el final de nuestros días, envolviéndonos,
acariciándonos, y hablándonos con su deslumbrante luz.
Recién ahora alcanzo a comprender
por qué mi madre era todo esto y mucho más. Porque ella, como todas las grandes
madres, tuvo mucho del sol, mucho del pan, mucho de la miel y un poco
de Dios.
Héctor Rosas
Padilla (1951) poeta peruano, Cañete, Perú.
articulos tomados del blog:
_ El Correo de Salem
_ Hola Florencio
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